Archivo de la etiqueta: Edgar Allan Poe

Museos literarios reales e imaginados

De Antonio Muñoz Molina, Un andar solitario entre la gente, Barcelona, Seix Barral, 2018:

— Sobre Wilde:

En el Hôtel d’Alsace Oscar Wilde se había registrado bajo el nombre de Sebastian Melmoth. Yo he visto en Nueva York, en una vitrina de la Morgan Library, una factura extendida a ese nombre. Wilde cayó muy enfermo y ya no la pagó nunca. (p. 96)

— Sobre Fantin-Latour y/o Baudelaire:

Era el verano del Bosco en el museo del Prado y Caravaggio en el Thyssen; de Torres-García en el antiguo edificio de Telefónica; de Fantin-Latour y Hergé y René Magritte y Baudelaire en París; de las fotos de Miroslav Tichy en una sala pequeña del Museo Romántico de Madrid, más desierto que nunca en la ciudad vacía de mediados de agosto. (p. 173)

Viendo los cuadros de Fantin-Latour en el museo del Luxembourg se apodera de mí una emoción traspasada de congoja, una felicidad excesiva empapada de melancolía y de agradecimiento. […] Retrata como nadie la concentración absoluta en una tarea que llena interiormente la vida y detiene el tiempo, o lo deja a un lado: una mujer que lee, un hombre que está escribiendo algo, una mujer que empieza un dibujo y que se queda inmóvil […]. Me imagino a Emily Dickinson pintada por Fantin-Latour. […] Me da la impresión de que estaba enamorado de su cuñada Charlotte, la pelirroja altiva que mira a los ojos, no como su hermana, la esposa de Fantin, que elude siempre la mirada, refugiéndose en la ensoñación o en la lectura. (p. 326)

Fantin-Latour tiene un retrato estremecedor de Baudelaire: está sentado, en medio de un grupo, pero completamente solo, la cara pálida, flaca, lisa, afeitada, el pelo muy largo echado hacia atrás, de un gris que no se corresponde con el aire de juventud devastada de la cara, la frente muy grande, la mirada imperiosa, como observándote con fijeza desde arriba y desde muy dentro. En la sala sin público los ojos de Baudelaire parece que se fijan en mí y se cruzan con los míos.

[…] Courbet, que lo pintó de joven, se quejaba de lo difícil que era retratar a Baudelaire. Su expresión era demasiado cambiante, demasiado huidiza para que un pincel o un lápiz pudieran atraparla, un blanco móvil en el que no es posible fijar la puntería. […] En un autorretrato o caricatura a tinta y acuarela Baudelaire es un embozado con las solapas del abrigo subidas y el ala de la chistera caída sobre los ojos. Mira de soslayo en actitud de alerta o maquinación, con una pipa encendida en la boca, contra un fondo de ciudad nocturna y de luces de gas. (p. 328)

Los manuscritos y los retratos de Baudelaire en el Museo de la Vida Romántica, que está en una villa con un jardín como en medio del campo, al final de un pasaje estrecho como un túnel; los cuadros y las caricaturas que él amaba; su letra agitada en las cartas, en las dedicatorias de los libros; su mirada de hipnotizador y de alucinado en los retratos de Nadar. (p. 332)

Esos ojos y esa boca, la frente excesiva, el mentón débil, la peculiar desnudez de la cara, están en todas las fotos de Nadar y sobre todo en el retrato de Fantin-Latour. […] Baudelaire miraba muy fijo a los amigos que lo visitaban [durante su último año de vida], tan extranjero entre ellos como en el retrato colectivo de Fantin-Latour. (p. 464)

— Sobre Stevenson:

En un museo de Edimburgo tan recogido como una casa particular vi unas botas de Robert Louis Stevenson. Eran unas botas de caña alta, fuertes y flexibles, con suelas recias y muchos cordones, unas botas de explorador o de jinete en el Far West, de héroe de novela de aventuras o de un libro de viajes como los que él mismo escribía. (p. 179)

— Sobre Poe:

Hay que subir unos peldaños de madera y llamar a un timbre, junto a la puerta cerrada. No se oye nada dentro. Ni siquiera se oye el timbre. Quizás hoy está cerrado. Quién va a venir a esta casa en miniatura en este lugar tan lejano, qué turista aficionado a la literatura, aficionado a Poe. Europeos, sin duda, gente que se volvió literaria en la adolescencia, leyendo los cuentos de Poe, los cuentos de tesoros escondidos y los de asesinatos, los de gente que se despierta y se encuentra confinada en un ataúd, los de mansiones nobiliarias en ruina en medio de parajes de niebla. (p. 436)

En el rellano hay una figura recortada de Poe, de uno de esos daguerrotipos en los que tiene una cara de horrible desdicha. Es de tamaño natural y, según el guía, muy popular entre los visitantes de la casa, que se ponen junto a él para hacerse fotos, le pasan el brazo por el hombro, amigos del alma de sonrisas joviales junto al pobre muerto con cara de entierro, con cara de entierro prematuro en un cuento de Poe, en una película inglesa en tecnicolor desvergonzado de los años setenta […]. (p. 437)

Es una casa museo menesterosa. La administra la Bronx Historical Society. La entrada cuesta cinco dólares. El guía es el único empleado. (p. 438)

[El guía] ha salido a la puerta a despedir al visitante. «Siempre da alegría que llegue alguien —dice—. Los fines de semana hay más animación, sobre todo en verano, pero los días laborales se llegan a hacer solitarios.» Ha confesado con cierta pena que las otras dos casas de Poe son más grandes, la de Richmond y la de Baltimore, y atraen más visitas. (p. 446. Más sobre la casa museo de Poe en el Bronx en pp. 433-452)

— Sobre museos imaginados:

Imagino un museo de zapatos de caminantes por la ciudad que sería inevitablemente funerario […]. Un museo con los zapatos y las botas de todos ellos, el gran linaje, las botas de Allan Poe y Thomas De Quincey y las de Charles Baudelaire, las de Charlotte Brontë, los botines mínimos y las zapatillas de casa de Emily Dickinson, los zapatos de Dickens y los de Benito Pérez Galdós, que también anduvo lo suyo por Madrid y por Londres, los zapatos austeros de señora inglesa de Virginia Woolf, los feos zapatos planos de mujer grande de Vivian Maier, los de Diane Arbus, a los que se le torcerían los tacones cuando llevara muchas horas vagabundeando entre los dementes y los fenómenos de Nueva York, los zapatos que imagino elegantes de Frank O’Hara en el Midtown de los años cincuenta, a la hora del almuerzo, ejecutando una tap dance de rapidez y de paseos volubles, los zapatitos de bailarín de Truman Capote, los zapatos serios pero descuidados que llevarían a John Cheever como un sonámbulo sin voluntad hacia las tiendas de licores. (p. 181)

 

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Agnes Daroca. La casa Usher. Espacio en Blanco de la Universidad San Jorge (Villanueva de Gállego)

Espacio en Blanco. Hall de la Facultad de Comunicación. Universidad San Jorge. Villanueva de Gállego (Zaragoza)

Hasta el 15 de febrero. Lunes a viernes, de 9 a 21h

El blog de Antón Castro nos informa de la exposición de Agnes Daroca en la Universidad San Jorge, con ilustraciones basadas en uno de los cuentos más conocidos de Edgar Allan Poe: «La caída de la casa Usher».

Más información

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