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Lugares literarios en el viaje por Alemania (con Clara) de Fernando Aramburu

Fernando Aramburu, Viaje con Clara por Alemania, Barcelona, Tusquets, 2010, 2.ª ed.:

— Sobre Paula Modersohn-Becker:

p. 85: [Clara deseaba] echar un vistazo a la colección de cuadros de no sé qué museo, así como visitar la casa de uno de aquellos artistas que se estableció en Worpswede a finales del siglo XIX. […] Puso en mi mano un croquis del cementerio de Worpswede que había dibujado para ella la empleada de la información. «Tú entra por aquí», hablaba con prisa, con entusiasmo, con una pasión que solo es capaz de producirle el trabajo. «Esto es la iglesia. La bordeas por la izquierda. Sigues el camino que marca la flecha y en este punto está la tumba de Paula Modersohn-Becker». «¿Y cómo desentierro el esqueleto? ¿Con las manos?» «Tú vas y sacas una docena de fotografías desde distintos ángulos. Me interesan las lápidas, los adornos si los hay y una estatua que tú no conoces, pero es bastante famosa. En fin, para qué te voy a explicar. Ve y fotografía la tumba».

pp. 87-88: La tumba de Paula Modersohn-Becker se encontraba junto al seto que circunda el cementerio, tan escondida entre la vegetación que no la descubrí sino cuando la tuve delante. Varias lastras sin pulir, repartidas por la tierra, precedían a un muro de escasa altura, hecho de ladrillos en los que no poco se notaba la corrosión de los años. Adosada al descolorido paramento, se veía la lápida dedicada a la pintora, apenas legible por causa de la mugre y el liquen que la cubrían. El muro servía de soporte a una estatua de piedra gris que representaba a una mujer joven recostada sobre una losa, con un bebé cabezón sentado en su regazo. En aquellos momentos yo no sabía casi nada de Paula Modersohn-Becker, aún menos de las otras personas con cuyos restos mortales comparte sepultura. Una tarde de julio había visitado el museo a ella consagrado en la Böttcherstrasse de Bremen. Entré con la misma fuerza de voluntad con que entraría un ateo en un oficio religioso. […] La visita al museo me dejó un recuerdo vago de paisajes con abedules y retratos de mujeres y niñas en estilo ingenuo. El calor y la sed, unidos a una afición más bien moderada  por la pintura de Paula Modersohn-Becker, me impidieron prestar la atención que acaso su arte merezca.

De los costados del muro hasta el sendero arenoso por donde se accedía a la tumba se alargaban sendas hileras de plantas que debido a su forma y espesura formaban como dos paredes, de rododendros en un lado y de carrizos en el otro. Entre ellas y el muro quedaba un cuadrado protegido del viento, con las lastras antes mencionadas y una lápida que, según supe al poco tiempo, correspondía a la hija de Paula Modersohn-Becker. El espacio estaba despejado sin otra salvedad que una maceta con dalias marchitas.

pp. 94-95: Después [Clara] me mostró, entre otras cosas, orgullosa de su botín cultural, una historia biográfica de Paula Modersohn-Becker, publicada por la editorial Rowohlt dentro de su popular colección de monografías. Había una imagen de la pintora en la cubierta. No pude resistir un comentario: «¡Cielo santo, qué fea! No se parece nada a la mujer de la estatua». A Clara se le arrugó el entrecejo. Volvimos a Bremen sin dirigirnos la palabra.

— Sobre Arno Schmidt:

pp. 223-227: ¿A mí qué me importaba el escritor Arno Schmidt? ¿Qué me importaba a mí en realidad la vida privada de ningún escritor? Un día, mucho antes de emprender nuestro viaje por Alemania, le dije a Clara que los escritores no son más que las cáscaras desechables de sus obras. Le faltó tiempo para personalizar la afirmación: «O sea, que tú me consideras una cáscara». Estábamos en la cocina de casa, un domingo, ella con delantal, cortando rodajas de remolacha cocida. Si me desdije no fue por miedo al cuchillo que empuñaba, sino porque juzgué la fuerza de mis argumentos inferior a la del aroma que desprendía desde el horno la fuente de ñoquis bañados en salsa de tomate sobre los que se iba dorando poco a poco una costra de mozarela espolvoreada con orégano y pan rallado. Prefería los ñoquis de Clara a tener razón; pero en el fondo de mí nunca dejé ni dejaré de pensar que, publicado un libro, su autor sobra. El autor es cáscara, residuo, pegote. Clara, en cambio, rinde culto a los escritores célebres. Visita sus tumbas, lee sus biografías, se encandila en presencia de objetos que les pertenecieron: una hoja manuscrita, una pluma estilográfica, un sombrero… Bártulos, en mi opinión, que no afectan al valor literario de los libros. «Pues me apasionan, ¿qué quieres que te diga?» «¿Te apasionarías también por las heces de un clásico? Pongamos que por un excremento conservado en formol de Bertolt Brecht, con garantías notariales de que no se trata de una falsificación». «Bueno, ratoncito», respondió con esa indolencia enfática que es un truco de profesores de colegio para mantener el tipo ante las provocaciones y groserías de los alumnos, «no me urge conservar en casa una pieza de esas características. No sabría dónde colocarla. ¿En la vitrina de la sala? Me imagino, además, que la tendríamos que asegurar contra robos, lo cual supone gastos. De todas formas juzgo plausible que eso que has mencionado se pusiera a la venta en subasta pública. ¿O es que John Lennon no vendió de igual modo su pelo?» […]

No me sentía con ánimos para visitar la casa de Arno Schmidt. Había que ir hasta Bargfeld, una aldea perdida en el extremo sur de las landas de Luneburgo donde por espacio de dos décadas aquel escritor que nunca sucumbió a la debilidad de sonreír profesó la severa disciplina de creerse genial. […]

Con ayuda del número de teléfono que había anotado en su cuaderno logró comunicarse aquella misma tarde con una tal señora Fischer, de la Fundación Arno Schmidt. La señor Fischer, no bien se hubo enterado de quién era Clara y de los propósitos que la movían, se ofreció con mucha amabilidad a mostrarle la casa del escritor dos días después, a las once y media de la mañana. «Y si no quieres venir, no vengas», me espetó Clara de víspera en presencia de nuestros parientes, todavía despechada. «Ya me doy cuenta de que para ti es más importante quedarte en la cama que tener una experiencia cultural». Cuestión esta, escrita sea la verdad, en la que no le faltaba razón, por cuanto era dudoso que la cultura pudiera devolverme el reposo que mi cuerpo necesitaba casi todas las mañanas. […]

En Bargfeld, Clara me indicó el lugar donde debía detener el coche, junto a la cerca de tablas que protegía la entrada de la Fundación Arno Schmidt. La casa, de una planta, con la fachada de ladrillo cubierta de hiedra, estaba casi al final de una calle ligeramente descendente. «Pon otra cara, haz el favor». «No tengo otra», refunfuñé, y me volví a observar con desprecio los árboles, los grajos saltarines, las fachadas rústicas y, en suma, aquel lugar con olor a bosta que nada significaba para mí. El pueblo se conoce que se encuentra dentro de los límites de un parque natural. Me daba igual. […]

pp. 229-235: Abrió la puerta un señor cercano a los setenta, con camisa floreada, cadena al cuello, cabellera inusualmente negra y abundosa para su edad, y en la tez un tueste intenso como de solario. En el momento de estrecharnos la mano declaró su nombre. Yo creo que con idéntica expresión podría haber agitado la insignia de una orden honorífica delante de nuestras narices. No añadió más. En su nombre se encerraba al parecer la prueba concluyente de su valía. Yo, por supuesto, no recuerdo cómo se llamaba. Me costaría, sin embargo, poco averiguarlo; pero me temo que hoy no me he levantado con ganas de ponerme a enredar en la biblioteca de Clara. Me consta, porque ella me la enseñó días después de nuestra visita a Bargfeld, que una foto del tipo, de cuando era joven, figura en una página de la biografía de Arno Schmidt incluida en la colección monográfica de Rowohlt Verlag. Era, según creo, experto en el mencionado, además de escritor y traductor. […]

Terminadas las presentaciones, seguimos a Caratostada a través de la única planta del edificio hasta la parte trasera, donde había una terraza lindante con el jardín. Allí, un señor encorbatado, metido en edad, con calva reluciente, perilla y bigote canosos, ocupaba una silla a la sombra de un seto. «La señora Fischer es un hombre», le susurré a Clara, que se volvió a mirarme con ojos a un tiempo aterrados y reprobadores. […] Absorto en mi odio deleitoso, no presté atención a Caratostada cuando pronunció el nombre del calvo. En cambio, oí a este agregar que era el traductor de las obras de Arno Schmidt a la lengua inglesa de América. […]

Transcurridos no más de cinco minutos, salió a la terraza una mujer de buena planta, edad mediana y figura esbelta, que enristró hacia nosotros con ruido de tacones sobre las baldosas, ofreciéndonos disculpas por habernos obligado a esperar. […]

De la terraza nos dirigimos por un borde del jardín a la que fue la casa original de Arno Schmidt. Se parecía a las casas de los cuentos tradicionales para niños conforme quedaron grabadas en mi fantasía: pequeñas y de madera. Pequeña quiere decir en este caso muy pequeña, no sé si me explico. Una casita, una cabaña rodeada de árboles, con las paredes cubiertas de tablas verticales pintadas de gris. El tejado, a dos aguas, con chimenea en mitad del caballete, tenía sobre la entrada una prolongación que daba sombra a un porche de dimensiones reducidas. […]

Entramos en un recibidor donde colgaban una cazadora de cuero de Arno Schmidt y otras prendas suyas que he olvidado. Tal vez un bastón, no estoy seguro. El interior de la casa, todo de madera, abundaba en recovecos, en espacios angostos llenos de penumbra, lo que por un momento suscitó en mí la impresión de hallarme en la bodega de un barco antiguo. Se notaba en el aire estadizo una saturación de olor caliente a viejo maderamen y a libros viejos que se apretaban sobre las baldas repartidas por todos lados. Distinguí al pasar algunos lomos: Karl May, clásicos alemanes, algo de literatura en lengua inglesa. Ni rastro de autores alemanes contemporáneos del difunto dueño, aunque tampoco sometí su biblioteca a una inspección minuciosa. Había un piso superior donde se conoce que durante los últimos años del difícil matrimonio hizo vida aparte la esposa-secretaria-subalterna del escritor adusto. […]

Entramos los tres en la cocina, un cubículo no más espacioso que el trastero de nuestra casa. Se me ocurrió la idea de solicitarle a Susanne una taza de café; pero caí en la cuenta de que la despensa, los aparatos, el grifo, el agua misma, si la había, eran piezas de museo. Sobre la repisa de la fregadera podían verse utensilios de limpieza, cosas vulgares elevadas a la condición de reliquias; y en la pared, junto a la ventana, un calendario de taco, de esto me acuerdo bien, con fecha del 31 de mayo de 1979, que fue cuando a Arno Schmidt le sobrevino el derrame cerebral que habría de eximirlo de este mundo al que tan poca estima profesaba. Lo siguiente que vimos fue el rincón, al fondo de la casa, donde el escritor se consagró durante los últimos veintiún años de su vida a la elaboración en serie de obras cada vez más abstrusas. Largas filas de libros encuadernados en cuero ocultaban las paredes. Se veía sobre el escritorio, muda para siempre, la máquina de escribir, en una de cuyas teclas quizá perdure todavía, sin que nadie lo sepa, una huella digital del que me mira cuando me miro en el espejo. Diferentes objetos personales del escritor se esparcían en engañoso desorden, libres de polvo, por el ancho tablero de madera rojiza. Recuerdo un termómetro de dudosa aplicación literaria, y un recipiente de cerámica que contenía rotuladores y lapiceros, y un par de gafas con grandes lentes y monturas gruesas al lado de un aparato de radio, y una lupa abandonada junto a la máquina de escribir como si el escritor la hubiera usado apenas unos minutos antes. Todo eso había y más que no recuerdo. […]

Nos dirigimos a una casa que estaba allí junto, construida con materiales menos inflamables. Arno Schmidt la había hecho edificar en las postrimerías de su vida con la ayuda económica de un mecenas. El escritor buscaba al parecer un depósito seguro para sus libros, temeroso de que un incendio los destruyera en la casa original. Mientras Clara profería exclamaciones de admiración ante un fajo de folios manuscritos, pulsé, rin rin, el timbre de un tándem que se encontraba apoyado contra una especie de cómoda alargada donde se conservaban cartas, borradores y esas cosas. La dos mujeres apartaron a un tiempo la mirada del valioso documento para fijarla en mí, con una sonrisa de indulgencia la una, con unos ojos que habrían puesto en fuga a un tigre la otra. […]

Volvimos al aire libre. […] Desde el extremo opuesto del jardín nos llegaban las voces en sordina de Caratostada y el traductor calvo, atareados detrás del seto. Siguiendo los pasos de Susanne nos detuvimos los tres delante de una piedra gris sin desbastar, hundida en el césped hasta más o menos la mitad de su volumen. Debido a su superficie casi plana y a su tamaño pensé al primer vistazo que se trataría de un asiento natural, demasiado bajo para mi gusto, donde supuse que el escritor se acomodaría en los días de buen tiempo a contemplar los atardeceres rurales con orla dorada. Al lado había un rincón en sombra formado por un semicírculo de enebros. Me entraron de pronto tentaciones de subirme a la piedra. Deduje que ganando treinta centímetros de altura, podría otear la vasta extensión de hierba que se explayaba más allá de los enebros, hasta una línea verde oscuro de bosque que hacía de horizonte al final del paisaje. Me contuve cuando oí a nuestra guía decir con un temblor de gravedad en la voz: «Aquí está enterrado».

— Sobre Heinrich Heine:

p. 257: «A decir verdad», prosiguió con unos ojos grandes de entusiasmo, «yo tenía capricho de entrar en la misma mina que visitó Heinrich Heine en 1824; pero me ha sido imposible resolver el asunto por teléfono. Al final me he decidido por la de Góslar, abierta a los turistas». Esperando acostada a que le hiciese efecto la pastilla de Formigran, le había venido la idea de revivir el viaje de Heine por los pueblos y montes del Harz en lugar de volver de Gotinga a Hannóver en poco más de una hora por la autopista.

p. 299: Dejando a un lado el detalle de que no era muy temprano cuando salimos de Gotinga, me atrevo a afirmar que el primer minuto del viaje, mientras cruzábamos con nuestros bultos respectivos el aparcamiento del hotel, fue idéntico al primero de Heinrich Heine en 1824. En ambos casos cada cual empleó sus piernas como medio de locomoción; en ambos era septiembre y la mañana, fresca. También a nuestros oídos llegaron los trinos matinales, aunque sospecho que el tráfico en la carretera cercana no nos permitió escuchar sino una parte reducida del concierto. El cielo, disipada la neblina del amanecer, también estaba despejado y, por encima de todo, también nos embargaba al salir de Gotinga una viva sensación de alivio. Clara y yo constatamos complacidos aquella no corta serie de coincidencias que por supuesto se acabaron en cuanto nos hubimos acomodado dentro del coche. Ella se apresuró a ponerlas por escrito en una página de su moleskine.

p. 302: «[…] Además, ya te he explicado que no aspiro a repetir las experiencias viajeras de un escritor del siglo XIX, entre otras razones porque eso es imposible. Me limitaré a poner por obra un juego literario que yo creía fácil de entender, pero ya veo que no. O sea, nos detendremos en las mismas poblaciones que Heine sin que me importe poco ni mucho que su aspecto haya cambiado después de tantos años, y otro día, con lo que veamos y nos ocurra, intentaré escribir un buen capítulo. […]»

pp. 303-304: El mismo sol de 1824 calentaba nuestras cabezas. «Desengáñate», le dije a Clara, «porque es la única cosa que no ha cambiado desde que la vieron los ojos de Heinrich Heine». Anotó la ocurrencia en el moleskine.

p. 322: Allí, en la Krone [de Clausthal-Zellerfeld] (hoy Goldene Krone, hotel y restaurante), comió, se alojó y dejó su firma en el libro de huéspedes Heinrich Heine años antes que un incendio destruyera la casa, reconstruida posteriormente en la forma actual.

p. 333: En Góslar […], resueltos a imitar una última acción de Heinrich Heine, entramos en un local cercano a la Marktplatz, con trazas de restaurante, cafetería y taberna todo a un tiempo, llamado Die Butterhanne […].

— Sobre los Mann:

p. 349: hicimos una excursión a Lübeck: la Reina de la Hansa, cuna del mazapán, de los hermanos Mann y de tantas otras curiosidades y gentes célebres que en la actualidad sirven de reclamo a los turistas.

pp. 357-359: llegamos al otro lado de la iglesia, lindante con la Mengstrasse, donde se encuentra uno de los lugares que Clara había incluido, con el calificativo de ineludible, en su jornada de visitas. No tardamos en avistar la célebre fachada blanca de la Buddenbrookhaus, la única parte del edificio que respetaron las bombas del año 42. Yendo y viniendo días le fue añadida por detrás una casa de tres pisos, hoy consagrada a la memoria y endiosamiento de Thomas Mann y su copiosa parentela.

Entramos en la librería instalada en la planta baja. […] La señora de la librería le explicó a la señora escritora que pagando un pequeño suplemento la entrada servía para acceder a otros museos y lugares de interés turístico de la ciudad. Citó algunos. Eran lo menos diez o doce, cantidad que me sugirió la idea de una conjura cultural. […] «¿Dos?», le preguntó la señora del mostrador. «Una», dijo ella sin vacilar. Había interpretado correctamente el mensaje de súplica que me esforcé en transmitirle con los ojos. […]

Acordamos reunirnos delante de la Buddenbrookhaus al cabo de media hora. […]

A la hora convenida me senté en un bordillo del adoquinado desde el que podía observarse la entrada de la Buddenbrookhaus. Transcurrieron diez, trece, quince minutos, y como la señora escritora aún no hubiese salido, cansado de esperar me asomé al recibidor, me asomé a la librería, me asomé al arranque de la escalera, me asomé al primer piso, me asomé al segundo y al fin la encontré sentada delante de una pantalla, con auriculares, el gesto petrificado y las pupilas dilatadas de fascinación. «Tengo que venir alguna vez aquí con los alumnos», dijo cuando por fin se percató de mi presencia. La dejé mirando boquiabierta imágenes en blanco y negro, y me dirigí, con la esperanza dudosa de divertirme, al salón alhajado a la usanza burguesa de finales del siglo XIX, reproducido con fidelidad a la descripción que hace de él Thomas Mann en su novela. Los muebles estaban cubiertos con sábanas. Encima de la mesa había un teatrillo de juguete en cuyo escenario se repartían unas cuantas figuras móviles de cartón. Por cierto, cambié dos de ellas de sitio y el otro día me agradó comprobar en Internet que continúan donde yo las puse. A Clara le molestó pillarme sentado en una de las sillas. Alegué que, para empezar, nadie me había visto y añadí, aguantándome las ganas de reírme, que tal vez las sillas estaban protegidas por sábanas precisamente para que los visitantes pudieran tomar asiento en ellas, de manera que por un momento les fuera dado experimentar la sensación de pertenecer a la decadente familia de los Buddenbrook. Me ordenó levantarme de inmediato. Acto seguido volvió a fruncir el entrecejo porque apreté, din, una tecla del piano.

— Sobre Günter Grass:

p. 362: Mandándome cerrar los ojos, desenrolló encima de la cama una litografía que había comprado en la casa-museo de Günter Grass [de Lübeck] por 250 euros, firmada a lápiz por el autor. Aún cuelga protegida por un vidrio en un lugar preferente de nuestra sala. El dibujo representa un rodaballo de color almagre, y es el número 139 de una serie de 150. Cuando lo vi por vez primera, tan veraz, tan desnudo, tan cocinable, se me ocurrió que no quedaría mal en la pared de una pescadería; pero me tragué el chiste, impresionado por la expectación ansiosa con que Clara me escrutaba desde el otro lado de la cama, como implorándome una palabra, una tan solo, ratoncito, de aprobación.

— Sobre Theodor Fontane:

pp. 387-389: Le sugerí que bajase sola [al fondeadero de Lohme], sacara fotografías, estudiase las posibilidades literarias del lugar y se reencontrara conmigo cuando le viniera bien ante la puerta del hotel Panorama, donde pensábamos disfrutar de nuestro almuerzo de mediodía después de haber leído que en su veranda había apagado el hambre el novelista Theodor Fontane ciento y pico años atrás. […]

En cumplimiento de nuestra solicitud nos fue asignada una mesa próxima a uno de los ventanales. […] [Clara dijo], como hablando para sí: «Con pocos cambios, he visto lo que vieron los ojos de Fontane, igual que en algunos sitios del Harz vi lo que vio Heinrich Heine o en Lübeck Thomas Mann y, con más seguridad, Günter Grass». «Ahora solo te falta escribir lo que ellos escribieron», pensé; pero no lo dije porque supuse que aquel no era el momento idóneo para destruir nuestro matrimonio.

pp. 417-418: El viaje a Berlín no quiso llevarlo a cabo de un tirón, sino que, ya en tierras de Brandeburgo, se desvió por una ruta elegida sobre el mapa a la ciudad de Neuruppín, donde pagando una cantidad módica de dinero pasó la noche en un hotel. Al día siguiente cumplió su viejo deseo de visitar la casa natal de Theodor Fontane. La experiencia le sirvió para redactar dos páginas de prosa entre sentimental e informativa que no guardaban ilación ninguna con los episodios precedentes ni con los ulteriores, debido a lo cual, apremiada por el editor, las tuvo que suprimir. El tajo al libro le dolió como si le hubieran cortado un trozo del cuerpo. Cuando me pareció que su enfado declinaba y se podía hablar de nuevo con ella, le aconsejé que se resarciese enviando las dos páginas a algún periódico. Eso hizo, se las pagaron y, en premio por el buen consejo, me invitó a cenar en nuestro restaurante favorito.

— Sobre Gerhard Hauptmann:

pp. 409-410: Clara se había marchado al amanecer a la isla de Hiddensee, a sacar fotografías de la tumba de Gerhard Hauptmann, y no volvería hasta la tarde.

— Sobre el Dorotheenstädtischer de Berlín:

pp. 445-447: Debo escribir en honor de Clara que aquella vez, al contrario de otras, me transmitió instrucciones precisas y comprensibles. El encargo consistía en fotografiar ocho tumbas que había escogido, tras enredar en Google, por considerarlas útiles para su libro; la mitad de las cuales, con el nombre de su respectivo ocupante, figuraba en el croquis de la guía. Clara añadió con bolígrafo las otras cuatro sirviéndose para ello de la información que había encontrado en un panel de la entrada. […] «Mi adorado y dulce sierranervios, solo te pido, te ruego y te suplico que fotografíes las tumbas de los escritores y filósofos por mí seleccionados […]».

[…] Siguiendo el camino de la entrada fui a dar directamente con la estatua de Lutero. Recuerdo que al principio, debido a su peinado, lo confundí con uno de los Beatles. […] No es por ofender, pero encontré al paladín de la Reforma con sobrepeso. Él allá arriba, sobre su pedestal, sin dirigirme la palabra […].

[…] Desanduve un trecho corto para abocar la vereda que conducía a la vereda que conducía a la tumba de Bertolt Brecht. […] Tengo entendido que la tumba de Brecht suscita mucho turismo mortuorio. Ramos de rosas rojas, todavía lozanas, delataban el menudeo de visitantes. […] La tumba semejaba una pequeña parcela de jardín contenida en un cerco de cantos rodados, con la tierra alfombrada de plantas verdes. No las pude reconocer debido a la hojarasca que las cubría casi por entero. En la cabecera, al amparo de una tapia de ladrillos, había dos rocas de granito. Sobre una de ellas, sin adorno alguno, había sido grabado y después pintado el nombre completo de Bertolt; sobre la otra, más baja y de bordes redondeados, el de la actriz Helene Weigel-Brecht, de quien yo había leído no sé dónde que antes de morir expresó su deseo de yacer a los pies del esposo largo tiempo enterrado. Noble gesto el suyo de veneración hacia un hombre a quien, como nadie ignoraba, empezando por ella misma, se le daba mejor la escritura que la fidelidad conyugal.

pp. 449-451: El segundo en la lista era Heinrich Mann, enterrado a pocos pasos de Bertolt. En realidad, el viejo Heini había muerto en California allá por el año 50, exiliado al rico sol del capitalismo, y en el 61 lo transportaron dentro de una urna a la RDA. […] He visto fotografías en las que aparece la urna sobre unas angarillas conducidas por oficiales del Ejército Popular con casco y uniforme; detrás, su futuro vecino de cementerio, el escritor Arnold Zweig, cuyo nombre figuraba igualmente en la lista de Clara. El segundo entierro de Heini fue con música y honores. […] Le pusieron sobre un pedestal una cabeza grande de bronce a la que le faltan los hombros para alcanzar categoría de busto. […]

En la tumba contigua reposaba, acompañado de su esposa, el poeta Johannes R. Becher (1891-1958), tercer nombre de la lista de Clara. […] De la densa verdura surge una losa vertical donde hay grabado un epitafio del cual no recuerdo sino su pomposidad. […]

Cerca, en el borde de una vereda paralela, encontré a los dos siguientes de la lista, separados el uno del otro por una de las pocas tumbas con cruz en el cementerio. Todo el suelo era allí de hiedra. A la derecha se levantaba el monolito de mediana altura que pesa sobre Hegel, tan pulido que no parecía antiguo y es dudoso que lo sea. En la cara frontal podían leerse las fechas entre las cuales discurrió la vida del filósofo, trazadas en número romanos como para aparentar antigüedad; en la posterior descubrí un arreglo reciente. […] Me consta que a él, al colega Fichte y a otros, cuando en el siglo XIX se cedió una parte del cementerio a fin de ampliar las calles aledañas, los trasladaron a donde ahora están, si es que de verdad están. […]

A la izquierda de la cruz se supone que yace el yo absoluto de Fichte, debajo de un obelisco de piedra renegrida erigido en sustitución de uno al parecer más grande que destruyó la guerra.

pp. 453-455: A continuación dirigí mis pasos hacia un edificio de construcción moderna, lindante con el cementerio. Llegando ante una puerta de barrotes horizontales, tras cuyos vidrios, dentro de lo que parecía un corredor, fumaban cigarrillos varios chicos y chicas con pinta de estudiantes, encontré la tumba de Herbert Marcuse, el siguiente difunto de la lista. Lo saludé y le dije: «Herbert, eres un fenómeno. Ni siquiera después de muerto te separas de la juventud estudiantil». Sobre una sencilla lápida de cemento podía verse su nombre grabado en letras cárdenas al estilo de la escritura manual; en el mismo color, los años de nacimiento y defunción, y en un remate biselado la proclama: weitermachen! (¡perseverad!, ¡tenéis que seguir!), de cuya traducción literal a mi idioma materno no puedo ofrecer garantías absolutas. En el borde superior se alineaban seis guijarros depositados por otros tantos visitantes conforme a la usanza judía. […]

Se me estaba haciendo tarde. […] Por suerte no me costó encontrar al siguiente de la lista, el escritor Arnold Zweig (1887-1968), nombrado en una piedra informe de notables dimensiones, dentro de una cerca de rejas. […] Debido a las prisas, por poco se me olvida fotografiar la tumba. A paso vivo busqué a continuación la de la escritora Anna Seghers, judía como Arnold, comunista como Arnold, exiliada como Arnold y comprometida hasta las cejas con el régimen de la RDA ¿cómo quién, hermano?, exacto, como Arnold Zweig. Premios, cargos, honores oficiales, ya me entiendes. A Anna la enterraron en 1983 junto a su marido, cada uno con su lápida respectiva, semejantes a las dos almohadas de una cama matrimonial; la de ella, por cierto, cuando yo la vi, con tres guijarros en la parte superior, la de él solo con uno.

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III Congreso Internacional de Jóvenes Historiadores del Arte – Murcia, 28 y 29 de abril de 2016

Aunque se aplica a la memoria de los artistas plásticos, y no tanto de los escritores, la cercanía de los objetivos de este congreso (“No se eclipsó tu luz: las artes que combaten el olvido del artista”) con la función habitual de las exposiciones y entidades que traemos a este blog nos invitan a copiar aquí su texto de presentación:

En un año de especiales conmemoraciones con motivo de los centenarios de artistas y literatos como El Bosco, Cervantes o Shakespeare, y de Bartolomé Esteban Murillo en 2017, parece oportuno plantearnos las múltiples dimensiones que la memoria, el recuerdo o la evocación, a través de las más variadas perspectivas de las artes, han materializado para concretar la percepción de ausencias o presencias de artistas y creadores, los significados y significantes de sus trayectorias en el imaginario colectivo o individual de nuestra sociedad occidental.

Siendo conscientes de que una de las misiones de la Universidad es la creación de la ciencia a través de la investigación, nuestro interés reside en facilitar a los estudiantes de Historia del Arte el ámbito propicio para que puedan iniciarse en las mismas como complemento a su formación, iniciando su andadura como jóvenes Historiadores del Arte. Por lo tanto, el congreso tendrá como objetivo principal el encuentro y participación de estudiantes y de jóvenes investigadores, con el fin de dar a conocer su trabajo, así como intercambiar experiencias y metodologías.

Posibles líneas de trabajo

Entre las muchas líneas y temáticas que tienen cabida en este III Congreso Nacional de Jóvenes Historiadores del Arte, se puede destacar, aunque sin que ello excluya otras muchas opciones:

  1. Memoria de una piedra sepultada (los centenarios, las exposiciones conmemorativas, las exposiciones monográficas, festejos, etc.)
  2. Política de la memoria (monumentos conmemorativos en las iglesias, en las calles, en las lápidas, etc.)
  3. Esquiva deidad: la memoria del artista (biografías, autobiografías, memorias, el retrato y el autorretrato, modos y maneras en la representación del artista, etc…)
  4. Memoria que envaneces la memoria (las exequias, cenotafios, panteones, etc.)
  5. La imagen robada al tiempo (la fotografía, largometrajes y documentales, la memoria del autor a través de las obras de arte desaparecidas y de las obras de arte recuperadas, etc.)
  6. Casas Museo y Museos Monográficos.
  7. La leyenda del artista (misterios, enigmas, mitos, tradiciones, imaginarios, etc.)
  8. Tensiones entre recuerdo y memoria artística (artistas defenestrados y/o perseguidos, ocultos, políticas de olvido intencionado, ocultaciones, represión de la memoria artística, políticas de recuperación y presencia, etc.)
  9. Los que nunca fueron pero están (artistas soñados, inventados, imaginados, ficticios, transgresiones, etc.)

Más información

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ACAMFE – Asociación de Casas-Museo y Fundaciones de Escritores

Desde los años 90, esta asociación (que reúne a una cincuentena de casas y fundaciones) ha venido trabajando en el «cuidado de sus casas y de sus legados bio-bibliográficos y documentales, estudiando y divulgando sus obras y promoviendo su lectura en todos los ámbitos», estrechando además los lazos de intercambio y colaboración entre las distintas entidades que la conforman.

Aquí puede consultarse el listado de casas y fundaciones asociadas: http://www.museosdeescritores.com/ESP_II/asociacion/asociados.htm. Y esta es su página de Facebook: Acamfe Museo y Fundaciones de Escritores.

 

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